Impulsados los Santos por el ardiente deseo de morir por Cristo determinaron prepararse convenientemente para algo tan importante y trascendental en sus vidas. El tiempo que medió entre la llegada de los primeros religiosos que pisaron alborozados tierras ceutíes y la llegada de los que quedaron, no transcurrió en vano, sino que Daniel y sus compañeros lo emplearon en predicar la palabra divina a los cristianos, que los acogieron caritativamente. Los cristianos, cuando supieron sus propósitos, intentaron disuadirlos pero ellos reafirmaron más su voluntad decidida de morir por Jesús.
El viernes, día primero de octubre, según nuestros cálculos, conversaron en secreto acerca de la salvación de sus almas y de las de los infieles, en definitiva objetivo fundamental de su arriesgada empresa. El sábado se confesaron con el fin de merecer mejor la gracia incomparable del martirio, limpios de toda culpa. El mismo día recibieron la Sagrada Comunión de manos de San Daniel. Terminando el sábado por la tarde con una celebración en la que se lavaron los pies tal como dice el apóstol San Juan: "Cuando les hubo lavado los pies, les dijo: «¿Entendéis lo que he hecho con vosotros?. Vosotros me llamáis Maestro y Señor. Si Yo, pues, os he lavado los pies siendo vuestro Señor también debéis lavaros vosotros los pies unos a otros»."
El domingo serían las del alba cuando entraron los siete religiosos en la ciudad secretamente, porque no le estaba permitido a ningún cristiano entrar en ella sin especial licencia de los sarracenos. Con intrépido valor, confortados con el divino hálito, cubiertas las cabezas de cenizas, discurrían los Santos por las calles y plazas donde había más concurrencia de infieles gritando a voz en grito que no hay salvación fuera del nombre de Jesús. Ante tan extraña novedad se le reunieron gran número de moros, a quienes les dirigieron estas palabras: «Christianos somos i ministros de JesuChristo, a quien adoramos por verdadero Dios; su Ley proffesamos sancta, i justa, dada, i enseñada por el mismo Señor a los hombres. La vuestra, i todas las demás fuera desta no son leyes, sino abusos, i invenciones de satanás. Vuestro profeta padre fue de mentiras, autor de tinieblas, ponçoña de vuestras almas. Vosotros ciegos en los pasos de otro ciego, corréis engañados a la bienaventurança, q'el fingio de gustos comunes a bestias, mas en la verdad a tormentos comunes con los demonios».
Cuando los moros oyeron semejante discurso, que hería las más sensibles fibras de aquella improvisada concurrencia, se encendió entre los infieles la ira, que los arrastró a lanzarse sobre los religiosos, llenándolos de injurias, bofetadas y golpes. Los letrados musulmanes prefirieron llevar el asunto por el rigor de la justicia antes que resolverlo con la muerte de los Santos a manos de la airada y alborotada turba. Observada, por el gobernador o juez Arbaldo, la extraña e insólita forma de proceder de aquellos hombres, su indumentaria, sus cabezas tonsas y cubiertas de cenizas, su inaudita intrepidez, los reputó fatuos y faltos de sentido, ordenando que los encarcelaran para poner a prueba su constancia.
Ocho días estuvieron nuestros Mártires encarcelados en inmundas y oscuras mazmorras, recibiendo, sin duda, toda clase de tormentos, injurias y vejaciones, aunque no se sabe con certeza en qué consistían los tormentos padecidos. En la prisión tuvo lugar un prodigio con el que Dios quiso patentizar la virtud y santidad de los siete frailes menores, haciendo que las mazmorras se inundaran de luz y esplendor, que se rompieran las gruesas cadenas que atenazaban sus manos y sus pies, mientras ellos, con cánticos jubilosos, alababan y bendecían a Dios. Arbaldo, agotados todos sus medios de persuasión que tenía a su alcance, lleno de ira ante la inconmovible constancia de los Mártires, decretó inmediatamente la sentencia de muerte.